El pasado 1 de junio, en el Foro Salud y Bienestar organizado en Tenerife por la Fundación CajaCanarias, los expertos nutricionistas y divulgadores Juan Revenga y Laura Saavedra se pasaron algo más de una hora repitiendo casi constantemente un consejo universal, a modo de mantra invocatorio: come comida. Al día siguiente, en el mismo ciclo de conferencias, el investigador en nutrigenómica José María Ordovás y el endocrino Luis Morcillo procedieron a algo semejante, destacando a cada paso, a modo de idea-fuerza, que lo que hacemos influye en lo que padecemos, con peso parejo a lo que tengamos predeterminado en nuestra carga genética.
Esto es, cuatro perfiles de profesionales sanitarios diversos —procedentes del laboratorio, de las aulas universitarias, de la clínica hospitalaria y la consulta a pie de calle, de foros de divulgación…— y los cuatro coincidentes en ofrecer a la ciudadanía nada más y nada menos que una pequeña lista de recomendaciones, sencillas, escuetas, concisas: cuidarse, moverse, comer como nuestros abuelos, desconfiar de las publicidades de multitud de productos, desoír cantos de sirena de soluciones instantáneas a nuestros posibles problemas de salud. Diáfano. Pero…

Pero hete aquí que, llegados los respectivos turnos de preguntas de los varios cientos de personas asistentes a ambas conferencias, no pocas de las cuestiones planteadas iban por otros derroteros. Y no es que algún asistente entendido quisiese saber en detalle el último avance científico en algún asunto puntual, no; se preguntaba sobre sustancias concretas que, ingeridas o evitadas, marcasen la diferencia entre la salud y la enfermedad, es decir, se inquiría desde las antípodas del mensaje aglutinador de los expertos. El culmen fue cuando alguien quiso saber qué era eso de “los ácidos grasos de cadena corta”, no fuera, presumo, se le escapase el nuevo bálsamo de Fierabrás.
Me atrevo a diagnosticar el asunto como un efecto secundario del nutricionismo rampante: corriente que entroniza a la parte y relega al todo, que supone que un alimento o un producto alimentario vale lo que vale alguno de sus componentes por sí solo, que ha calado, y de qué manera, en nuestra sociedad, a lomos de una industria que la explota sin cesar y una normativa coja por falta del desarrollo prometido.
¿Vale de algo que Juan Revenga demuestre que un humilde huevo cocido tiene más valor y encima es más barato que un preparado cárnico procesado en forma de salchicha que presume en su publicidad televisiva de ser fuente de proteínas y fósforo? Sí, vale de mucho; con el apoyo de voces y entidades comprometidas como las citadas, la herida de nutricionismo que hoy nos duele sin darnos cuenta y nubla nuestra visión será reversible.

En tanto, quedémonos con estos mensajes, en román paladino, en el cual desde antaño nos entendemos con nuestros vecinos:
- “cocina, consume alimentos mudos, sin lista de ingredientes, no comas demasiado” (Juan Revenga)
- “tenemos que considerar la influencia de la industria alimentaria, que entre otras cosas autorregula su propia publicidad” (Laura Saavedra)
- “lo que hicieron nuestros propios padres antes de la concepción, la lactancia materna, el estrés, el cariño, la alimentación, la contaminación… influyen en nuestra salud, son el comodín de nuestro genoma, usándolos bien podemos acabar ganando una baza” (José María Ordovás)
- “se come más y se come mal, la obesidad infantil se ha disparado, los pediatras están asustados, no hay que dejarse influir por cosas que prometen más de lo que en realidad pueden darnos” (Luis Morcillo)
Por Félix A. Morales,
Salud y suerte.