Aunque quizá no lo adviertas, en este momento se libra una batalla ya nada soterrada sobre qué te cuentan los productos alimentarios que habitan los anaqueles de un supermercado. La espita para el gran público la abrió Reino Unido en 2007, cuando adoptó el Semáforo Nutricional, un sencillo código de colores que, ¡desde el frontal del envase!, te cuenta si tal o cual producto tiene sus grasas, grasas saturadas, azúcares y sal en rojo, en ámbar o en verde, erigiéndose en un ariete que desbroza el camino de los consumidores hacia mejores elecciones alimentarias y, al cabo, hacia un mejor estado de salud1. No es broma la cosa.
En 2011 se debatió en el Parlamento Europeo la implantación de este sistema para toda la UE, pero no prosperó. Obviamente, la gran industria alimentaria mostró un fuerte rechazo a esta posibilidad: tan fuerte que, según informes2 y referencias publicadas3 en la literatura científica, gastó nada menos que entre 1.000 y 1.400 millones de euros para evitarlo, siendo considerado uno de los mayores movimientos lobistas de la historia. Ya dijimos que no era broma.
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